Por: Pastor Carlos A. Goyanes
Para que se cumpliera lo anunciado por el profeta Isaías cuando dijo:
Mirad a mi siervo, a quien yo elegí; a mi predilecto, en quien se ha complacido
mi alma. Sobre él pondré mi espíritu, y él anunciará el derecho a las naciones.
No porfiará ni gritará, y nadie oirá su voz en las plazas. La caña cascada no
la quebrará, y la mecha humeante no la apagará, hasta que haga triunfar el
derecho. ¡Y en su nombre pondrán las naciones su esperanza! ~Mateo 12:17-21
Mateo menciona con
mucho detalle esta cita de Isaías 42:3 para dar crédito al Señor (Mateo 12:17–21),
ofreciéndonos de esta forma la manera de entender al Mesías. Jesús es obligado
a retirarse, porque los fariseos buscaban su destrucción por causa de las
buenas obras que hacía (Mateo 12:14, 15). Ellos usaban malsanamente las leyes
religiosas para tratar de tapar la gran obra que Él hacía. Sin embargo, su
imagen se aclara a los ojos de sus oyentes a través de esta profecía de Isaías
que estaba teniendo cumplimiento en su persona. Su divinidad y sus dotes no son
anuladas en ninguna manera por su servicio. Al contrario, Dios es realzado en
la persona de Jesucristo mostrando a través de Él su amor y misericordia. Ya no
era un Dios que desde el cielo hablaba, ahora era “Dios con nosotros” (Mateo
1:23), un Dios que estaba a nuestro lado para salvar-nos de nuestros pecados
(Mateo 1:21). Un Hijo amado en quien se agradaba el alma de Dios (Mateo
12:18)). Coronó su ministerio con el bautizo en el río Jordán y contó con la
anuencia del Espíritu Santo (Mateo 3:13–17). Con sus primeras palabras anunció
el reino de los cielos (Marcos 1:14–15) otorgándole el derecho divino a entrar
a todas las personas que creyeran en Él (Juan 3:16).
Esta profecía de Isaías
acerca del Mesías es válida para todos porque fue dirigida a todas las naciones.
Mateo como todo judío tenía conocimiento de la vocación del Mesías y de que su
radiante ministerio traería luz al mundo (Isaías 9:1–7). Un Siervo que viene a
sanar, a curar, a salvar y a arrancar de raíz el pecado. No es un reformador,
sino alguien que lo cambia todo, empezando por el corazón y la mente. Viene a
enseñar de qué manera el hombre se puede reconciliar con Dios, porque hay tanta
obscuridad que ya no pueden ver el camino. Con la humildad que lo caracterizaba
tocó con sus manos, con sus palabras y con su mirada a muchos que desde ese
momento fueron diferentes. Después de Él, nada fue igual. Su vocación fue
consolar al angustiado con delicadeza y misericordia, curar las heridas del
alma en pena, alentar el ánimo quebrantado, recibir al pecador (Isaías 61:1–2).
Sin porfía ni discusiones, como las tenemos los hombres para encontrar la
verdad, trae la paz a los que a Él se allegan. Con una humildad que educaba y
un amor que obligaba al más tirano de los hombres a quebrarse, no contendería,
no haría escándalos, sencillamente mostraría su divinidad en los milagros que
hizo; con sus enseñanzas estimulaba al hombre al amor y la obediencia.
Jesús el Siervo de Dios
vino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mateo 20:28). Siendo Dios
mostró con su vida el deseo y la voluntad del Padre (Mateo 6:10). De esta
manera otorgó la salvación, que es el derecho que triunfa en los corazones de
los que han conocido a Cristo y han puesto en Él su esperanza (Mateo 12:20–21).
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