Por: Pastor Carlos A. Goyanes
He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en
quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá
justicia a las naciones. ~Isaías 42:1
El hecho
de que Dios haya enviado a su Hijo a nacer en Belén de Judea es la muestra más
grandiosa de su amor. Aunque su apariencia siendo un niño pareciera débil y
tierna a los ojos de los que lo vieron nacer, todos ellos reconocieron que
había poder en Él. María, y los pastores recibieron el mensaje de Dios a través
de los ángeles que con gran gozo dieron las Buenas Nuevas (Lucas 1:26–35; Lucas
2:8–15), José a través de un sueño (Mateo 1:18–21) y a los magos una estrella
los guio (Mateo 2:1–2). Dios le dio a esas personas el mensaje de una manera
diferente, pero siempre fue el mismo mensaje: el mensaje de salvación a través
de su Hijo Jesucristo.
Lo
profetizado en el pasado por Dios al pueblo de Israel ahora se cumplía en la
persona de Jesús. El Mesías prometido había llegado con la encarnación de Dios,
en otras palabras, Dios se había hecho hombre (Juan 1:14; 1 Timoteo 2:5). Jesús
vivió en la tierra como un ser humano y como un verdadero siervo de Dios para
cumplir satisfactoriamente con la misión que Dios le había dado que era enseñar
el camino de la salvación y dar su vida para salvar al hombre caído. Él era el
siervo perfecto de Dios que serviría con abnegación y obediencia.
El
contentamiento de Dios estaba en presentar a su siervo escogido para alcanzar a
una humanidad perdida. Él traería justicia a las naciones, o sea, enseñaría lo
que es la justicia de Dios. No vendrá con gritos ni alzará la voz en busca de
fama y honores perecederos sino que sería un siervo humilde que desearía los
mejor para sus semejantes (Isaías 42:2). Qué interesante es saber que fuimos
hechos a imagen de Dios (Génesis 1:26–27) y que ahora Dios se hizo a nuestra
imagen para acercarse a nosotros (Filipenses 2:5–8). Tomó nuestra apariencia
humana para llegar a nosotros y llamar nuestra atención a una salvación grande
(Hebreos 2:3).
Él traerá
justicia a las naciones. Justificará su amor a los que creen en su nombre y
condenará a los que están sujetos al mal. No es que Dios quiera condenar al
hombre, sino que quiere que el hombre sea salvo por Jesús (Juan 3:17, 18; Mateo
1:21). Acerquémonos cada día más al Señor y sirvamos a Dios con humildad,
porque ejemplo tenemos en Él para seguir sus pisadas (1 Pedro 2:21).
Esforcémonos por fortalecer “las manos cansadas” y afirmar “las rodillas
endebles” (Isaías 35:3).
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