¡Jerusalén, Jerusalén, que
matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces
quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las
alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo
que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el
nombre del Señor.
Mateo 23:37–39
En un triste
lamento el Señor llora sobre Jerusalén aquella ciudad cuyos habitantes le
rechazaron (Lucas 19:41). Fue conmovido a lágrimas, no por lo que sabía que iba
a padecer, sino por la condenación que recibirían los habitantes de Jerusalén—porque
habían rechazado al Rey triunfante. Dios los había visitado, pero ellos
cerraron sus puertas para no recibirlo. Pueblo testarudo que usó de la libertad
que el Señor da a todo hombre para rechazar al Mesías y resistirse a Su gracia
y voluntad. Lo que esperaban por siglos ahora estaba ante ellos y no lo
recibieron. Preferían seguir en sus vidas rutinarias de leyes vacías para sacar
provecho material de ellas. ¡Cuántas cosas habían hecho para vivir sus propias
vidas lejos de Dios! Mataron a los profetas y apedrearon a los que les fueron
enviados; ahora rechazaban al Mesías.
Jerusalén era la
capital del pueblo de Dios. Allí estaba el templo que era el lugar oficial de
adoración y allí también estaban los lideres religiosos que eran los fariseos, los
saduceos, los escribas y los sacerdotes. Jerusalén era el corazón religioso de
la nación de Israel, y en aquel lugar, el lugar donde todos se disponían a ir a
adorar, estaban rechazando oficialmente al Mesías. El Señor amaba a su pueblo
doblemente porque era el pueblo que Dios había escogido para llevar el plan de
salvación y porque Él mismo había nacido de esta nación. Su misericordia y amor
se ven reflejadas en sus palabras: “¡Cuántas
veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de
las alas, y no quisiste! “(Mateo 23:37). Quiso juntarlos bajo sus alas de
amor y misericordia; pero ellos prefirieron estar fuera de ellas. El Salmo 91:4
ilustra a las aves que, tratando de dar calor a sus polluelos, los junta bajo
sus alas. Y no solo esto, esa es una manera de que los otros animales no les
hagan daño. El Señor usó esta ilustración para lamentarse del hecho de que
ellos no querían la protección de Dios, sino sus viejas vidas gastadas por la
maldad y derruidas por el pecado.
Así como un padre
se lamenta de ver a su hijo perderse por no obedecer; Jesús, el Autor de la
vida, veía la perdición de aquellos que negaban su protección y cuidado. Jesús
no lloraba por cualquier cosa, de hecho, según la Palabra de Dios, lloró muy
pocas veces; aunque sí se entristeció muchas. Dios siempre ha tratado de
razonar con nosotros porque no quiere que nadie se pierda y como padre amoroso,
le resulta muy doloroso usar el juicio y el castigo (Ezequiel 33:11). Dios no
se goza en la venganza, en cambio, se goza en la salvación. No hay un mejor
lugar para estar protegido que no sea debajo de las alas del Señor. Allí habrá
sombra en el fatigante desierto de la vida, calor en la noche fría de la
desesperación, refugio en la tempestad que pretende arrasar con lo que nos
queda en esta vida y alimento abundante porque estamos al abrigo del Salvador.
Los que le
rechazaron un día lo verán entrar triunfante y nadie podrá oponerse a su
venida. Ahora viene no como un cordero para el matadero (Isaías 53:7), sino
como el León de la tribu de Judá que ha vencido (Apocalipsis 5:5).
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